Saludo protocolario de la presidenta de la Corte Constitucional, magistrada Diana Fajardo Rivera, en la conmemoración del Holocausto del Palacio de Justicia
Nos encontramos reunidos, una vez más, para conmemorar una tragedia imposible de olvidar: treinta y ocho veces por esta época las mismas familias acuden con la misma paciencia y la tristeza intacta al mismo sitio donde sucedió lo que con el paso del tiempo, en lugar de ir cesando, va creciendo y creciendo como símbolo nacional de barbarie, caos e indignación.
Conmemorar, es decir, recordar solemnemente. Recordar lo que jamás ha debido suceder y que cada día resulta más difícil de olvidar. Pero sí: es necesario conmemorar. Así pasen 100 o 200 años y nuevas magistradas y magistrados de varias generaciones de ramas judiciales acudan a este palacio de luces y sombras, con los herederos de las mismas familias, en la certeza de que aquella conflagración de odios, fuego y desaciertos pudo haberse evitado, pero no fue así.
Para siempre han quedado esas espantosas imágenes en la mente y el corazón de quienes las vimos en vivo y en directo, porque estábamos cerca, o bien porque prendimos y apagamos muchas veces los televisores para verificar qué tan real era eso que mostraban, o si se trataba solo de una macabra falla técnica.
La vida siguió, porque así es la vida. Los estudiantes de aquella época estamos ya promediando sesenta años, construimos otras familias, nuevas ilusiones, algunos ostentamos el privilegio de trabajar por más de una década en el palacio reconstruido y, una pequeñísima proporción nos desempeñamos exactamente en los mismos cargos de nuestros maestros quienes en 1985, por el solo hecho de ejercerlos con independencia y valentía, perdieron a balazos la vida.
No es tan fácil, lo puedo asegurar. Por un lado, porque las calidades jurídicas y humanas de esas épocas ofrecen gigantescos espejos invisibles por donde pasamos todas las mañanas de afán con la secreta ilusión de estar siempre a la altura. Por otro lado, porque tenemos el deber moral y constitucional de representar y defender las más altas instituciones judiciales del Estado en un país donde cualquier soplo súbito del destino tiene la potencialidad de convertirse en huracán.
Resulta indispensable, por eso, respirar cada vez más profundo hasta que la esperanza llegue primero, a cada silencio de nuestro mundo interior, y después a los cimientos de todos los palacios de justicia de la Nación.
No es tan fácil, repito, porque cada tantos años vuelve y se escucha el estruendo del fuego cruzado cuando alguna sentencia pisa con más fuerza de lo previsto una convicción, un prejuicio o una ideología, y entonces el ambiente empieza a echar humo y por momentos parece que todo de nuevo va a explotar.
No es tan fácil, insisto, pero emociona: emociona el compromiso de estar en una rama del poder público sin cuya fuerza el país pierde confianza y seguridad en sí mismo, sin cuya independencia y solidez se abren huecos por donde tiende a colarse el ‘sálvense quien pueda’; emociona preservar y continuar la tarea de quienes ofrecieron su vida para que todo aquello no se repita nunca más, pero también aterra percibir a través del tiempo el temblor que debieron sentir en este mismo recinto cuando comprobaron que las balas dentro de su cuerpo venían de distintas partes y uniformes, el mismo temblor con el que pasaron el umbral hacia otras dimensiones menos densas, el mismo temblor que siento en este momento cuando veo los ojos de mis hijos tratando de recordar los ojos de su abuelo muerto aquí, recordado cada año e inmortalizado hora tras hora en sus nietos y nietas, sus sentencias y sus poemas.
Quiero terminar estas palabras haciendo un reconocimiento y al mismo tiempo un llamado de atención:
Primero, reconocer que la jurisprudencia constitucional tiene más de un siglo en Colombia, que antes de la existencia de nuestra nueva Constitución había una Sala Constitucional en la Corte Suprema -cuya totalidad de magistrados murieron aquí en 1985- y es el antecedente inmediato de la Corte Constitucional. Muchas de sus sentencias, particularmente profundas y por cierto, cortas, necesitan y merecen ser leídas de nuevo en los ámbitos académicos y judiciales de hoy y de mañana.
Segundo -y último- volver a decir que de las cien personas que fallecieron en el holocausto -cuyos nombres por fin se visualizaron en la placa instalada por los presidentes de las Cortes hace un año- no todas han podido ser despedidas en cuerpo y alma, tal como sus familias lo desean y exigen, porque todavía falta el cuerpo. Necesitamos que resucite el respeto y aparezca la verdad o, lo que es lo mismo, los cuerpos.
Aquella vez las instituciones por fortuna se salvaron, es cierto. Costaron muchas vidas, muchos sueños en un enorme y cruel desconcierto. Cuatro décadas después, seguimos trabajando sin pausa para que las instituciones -todas ellas- sobrevivan, pero ahora sin holocaustos. Es nuestra tarea, nuestro empeño, nuestra difícil, irrenunciable y hermosa responsabilidad.
Gracias.